La coyuntura global  está marcada por una crisis deflacionaria motorizada por las grandes potencias.  La caída de los precios de las commodities, cuyo aspecto más llamativo fue,  desde mediados del 2014, la de las cotizaciones del petróleo, descubre el  desinfle de la demanda internacional mientras tanto se estanca la ola  financiera, muleta estratégica del sistema durante las últimas cuatro décadas.  La crisis de la financierización de la economía mundial va ingresando de manera  zigzageante en una zona de depresión, las principales economías capitalistas  tradicionales crecen poco o nada[1] y China se desacelera rápidamente. Frente a  ello Occidente despliega su último recurso: el aparato de intervención militar  integrando componentes armadas profesionales y mercenarias, mediáticas y  mafiosas articuladas como “Guerra de Cuarta Generación” destinada a destruir  sociedades periféricas para convertirlas en zonas de saqueos. Es la  radicalización de un fenómeno de larga duración de decadencia sistémica donde  el parasitismo financiero y militar se fue convirtiendo en el centro hegemónico  de Occidente.
      No presenciamos la  “recomposición” política-económica-militar del sistema como lo fue la  reconversión keynesiana (militarizada) de los años 1940 y 1950 sino su  degradación general. La mutación parasitaria del capitalismo lo convierte en un  sistema de destrucción de fuerzas productivas, del medio ambiente, y de  estructuras institucionales donde las viejas burguesías se van transformando en  círculos de bandidos, novedoso encumbramiento planetario de lumpenburguesías  centrales y periféricas.
      La declinación del  progresismo
      Inmersa en este  mundo se despliega la coyuntura latinoamericana donde convergen dos hechos  notables: la declinación de las experiencias progresistas y la prolongada  degradación del neoliberalismo que las precedió y las acompañó desde países que  no entraron en esa corriente de la que ahora ese neoliberalismo degradado  aparece como el sucesor.
      Los progresismos  latinoamericanos se instalaron sobre la base de los desgastes y en ciertos  casos de las crisis de los regímenes neoliberales y cuando llegaron al gobierno  los buenos precios internacionales de las materias primas sumados a políticas  de expansión de los mercados internos les permitieron recomponer la  gobernabilidad.
      El ascenso  progresista se apoyó en dos impotencias; la de la derechas que no podían  asegurar la gobernabilidad, colapsadas en algunos casos (Bolivia en 2005,  Argentina en 2001-2002, Ecuador en 2006, Venezuela en 1998) o sumamente  deterioradas en otros (Brasil, Uruguay, Paraguay) y la impotencia de las bases  populares que derrocaron gobiernos, desgastaron regímenes pero que incluso en  los procesos más radicalizados no pudieron imponer revoluciones,  transformaciones que fueran más allá de la reproducción de las estructuras de  dominación existentes.
      En los casos de  Bolivia y Venezuela los discursos revolucionarios acompañaron prácticas  reformistas plagadas de contradicciones, se anunciaban grandes transformaciones  pero las iniciativas se embrollaban en infinitas idas y venidas, amagos,  desaceleraciones “realistas” y otras astucias que expresaban el temor profundo  a saltar las vallas del capitalismo. Ello no solo posibilitó la recomposición  de las derechas sino también la proliferación a nivel estatal de podredumbres  de todo tipo, grandes corrupciones y pequeñas corruptelas.
      Venezuela aparece  como el caso más evidente de mezcla de discursos revolucionarios, desorden  operativo, transformaciones a medio camino y autobloqueos ideológicos  conservadores. No se consiguió encaminar la transición revolucionaria  proclamada (más bien todo lo contrario) aunque si se logró caotizar el  funcionamiento de un capitalismo estigmatizado pero de pie, obviamente los  Estados Unidos promueven y aprovechan esa situación para avanzar en su  estrategia de reconquista del país. El resultado es una recesión cada vez más  grave, una inflación descontrolada, importaciones fraudulentas masivas que  agravan la escasez de productos y la evasión de divisas que marcan a una  economía en crisis aguda[2].
      En Brasil el  zigzagueo entre un neoliberalismo “social” y un keynesianismo light casi  irreconocible fue reduciendo el espacio de poder de un progresismo que  desbordaba fanfarronería “realista” (incluida su astuta aceptación de la  hegemonía de los grupos económicos dominantes). La dependencia de las  exportaciones de commodities y el sometimiento a un sistema financiero local  transnacionalizado terminaron por bloquear la expansión económica, finalmente  la combinación de la caída de los precios internacionales de las materias  primas y la exacerbación del pillaje financiero precipitaron una recesión que  fue generando una crisis política sobre la que empezaron a cabalgar los  promotores de un “golpe blando” ejecutado por la derecha local y monitoreado  por los Estados Unidos.
      En Argentina el  “golpe blando” se produjo protegido por una máscara electoral forjada por una  manipulación mediática desmesurada, el progresismo kirchnerista en su última  etapa había conseguido evitar la recesión aunque con un crecimiento económico  anémico sostenido por un fomento del mercado interno respetuoso del poder  económico. También fue respetada la mafia judicial que junto a la mafia  mediática lo acosaron hasta desplazarlo políticamente en medio de una ola de  histeria reaccionaria de las clases altas y del grueso de las clases medias.
      En Bolivia Evo  Morales sufrió su primera derrota política significativa en el referéndum sobre  reelección presidencial, su llegada al gobierno marcó el ascenso de las bases sociales  sumergidas por el viejo sistema racista colonial. Pero la mezcla híbrida de  proclamas antiimperialistas, postcapitalistas e indigenistas con la  persistencia del modelo minero-extractivista de deterioro ambiental y de  comunidades rurales y del burocratismo estatal generador de corrupción y  autoritarismo terminaron por diluir el discurso del “socialismo comunitario”.  Quedó así abierto el espacio para la recomposición de las elites económicas y  la movilización revanchista de las clases altas y su séquito de clases medias  penetrando en un vasto abanico social desconcertado.  
      Ahora las derechas  latinoamericanas van ocupando las posiciones perdidas y consolidan las  preservadas, pero ya no son aquellas viejas camarillas neoliberales optimistas  de los años 1990, han ido mutando a través de un complejo proceso económico,  social y cultural que las ha convertido en componentes de lumpenburguesías  nihilistas embarcadas en la ola global del capitalismo parasitario.
      Grupos industriales  o de agrobusiness fueron combinando sus inversiones tradicionales con otras más  rentables pero también más volátiles: aventuras especulativas, negocios  ilegales de todo tipo (desde el narco hasta operaciones inmobiliarias opacas  pasando por fraudes comerciales y fiscales y otros emprendimientos turbios)  convergiendo con “inversiones” saqueadoras provenientes del exterior como la  megaminería o las rapiñas financieras.
      Dicha mutación  tiene lejanos antecedentes locales y globales, variantes nacionales y dinámicas  específicas, pero todas tienden hacia una configuración basada en el predominio  de elites económicas sesgadas por la “cultura financiera-depredadora”  (cortoplacismo, desarraigo territorial, eliminación de fronteras entre  legalidad e ilegalidad, manipulación de redes de negocios con una visión más  próxima al videojuego que a la gestión productiva y otras características  propias del globalismo mafioso) que disponen del control mediático como  instrumento esencial de dominación rodeándose de satélites políticos,  judiciales, sindicales, policiales-militares, etc.
      ¿Restauraciones  conservadoras o instauraciones de neofascismos coloniales?
      Por lo general el  progresismo califica a sus derrotas o amenazas de derrotas como victorias o  peligros de regreso del pasado neoliberal, también suele utilizarse el término  “restauración conservadora”, pero ocurre que esos fenómenos son sumamente  innovadores, tienen muy poco de “conservadores”. Cuando evaluamos a personajes  como Aecio Neves, Mauricio Macri o Henrique Capriles no encontramos a jefes  autoritarios de elites oligárquicas estables sino a personajes completamente  inescrupulosos, sumamente ignorantes de las tradiciones burguesas de sus países  (incluso en ciertos casos con miradas despreciativas hacia las mismas),  aparecen como una suerte de mafiosos entre primitivos y posmodernos encabezando  políticamente a grupos de negocios cuya norma principal es la de no respetar  ninguna norma (en la medida de lo posible).
      Otro aspecto  importante de la coyuntura es el de la irrupción de movilizaciones ultra-reaccionarias  de gran dimensión donde las clases medias ocupan un lugar central. Los  gobiernos progresistas suponían que la bonanza económica facilitaría la captura  política de esos sectores sociales pero ocurrió lo contrario: las capas medias  se derechizaban mientras ascendían económicamente, miraban con desprecio a los  de abajo y asumían como propios los delirios neofascistas de los de arriba. El  fenómeno sincroniza con tendencias neofascistas ascendentes en Occidente, desde  Ucrania hasta los Estados Unidos pasando por Alemania, Francia, Hungría, etc.,  expresión cultural del neoliberalismo decadente, pesimista, de un capitalismo  nihilista ingresando en su etapa de reproducción ampliada negativa donde el  apartheid aparece como la tabla de salvación.
      Pero este  neofascismo latinoamericano incluye también la reaparición de viejas raíces  racistas y segregacionistas que habían quedado tapadas por las crisis de  gobernabilidad de los gobiernos neoliberales, la irrupción de protestas  populares y las primaveras progresistas. Sobrevivieron a la tempestad y en  varios casos resurgieron incluso antes del comienzo de la declinación del  progresismo como en Argentina el egoísmo social de la época de Menem o el  gorilismo racista anterior, en Bolivia el desprecio al indio y en casi todos  los casos recuperando restos del anticomunismo de la época de la Guerra Fría.  Supervivencias del pasado, latencias siniestras ahora mezcladas con las nuevas  modas.
      Una observación  importante es que el fenómeno asume características de tipo “contrarrevolucionario”,  apuntando hacia una política de tierra arrasada, de extirpación del enemigo  progresista, es lo que se ve actualmente en Argentina o lo que promete la  derecha en Venezuela o Brasil, la blandura del contrincante, sus miedos y  vacilaciones excitan la ferocidad reaccionaria. Refiriéndose a la victoria del  fascismo en Italia Ignazio Silone la definía como una contrarrevolución que  había operado de manera preventiva contra una amenaza revolucionaria  inexistente[3]. Esa no existencia real de amenaza o de proceso revolucionario  en marcha, de avalancha popular contra estructuras decisivas del sistema  desmoronándose o quebradas, envalentona (otorga sensación de impunidad) a las  elites y su base social.
      La marea  contrarrevolucionaria es uno de los resultados posibles de la descomposición  del sistema imponiendo de manera exitosa en algunos casos del pasado proyectos  de recomposición elitista, en el caso latinoamericano expresa descomposición  capitalista sin recomposición a la vista.
      Si el progresismo  fue la superación fracasada del fracaso neoliberal, este neofascismo  subdesarrollado exacerba ambos fracasos inaugurando una era de duración  incierta de contracción económica y desintegración social. Basta ver lo  ocurrido en Argentina con la llegada de Macri a la presidencia: en unas pocas  semanas el país pasó de un crecimiento débil a una recesión que se va agravando  rápidamente producto de un gigantesco pillaje, no es difícil imaginar lo que  puede ocurrir en Brasil o en Venezuela que ya están en recesión si la derecha  conquista el poder político.
      La caída de los  precios de las commodities y su creciente volatilidad, que la prolongación de  la crisis global seguramente agravará, han sido causas importantes del fracaso  progresista y aparecen como bloqueos irreversibles de los proyectos de  reconversión elitista-exportadora medianamente estables. Las victorias  derechistas tienden a instaurar economías funcionando a baja intensidad, con  mercados internos contraídos e inestables, eso significa que la supervivencia  de esos sistemas de poder dependerá de factores que las mafias gobernantes  pretenderán controlar. En primer término el descontento de la mayor parte de la  población aplicando dosis variables de represión, legal e ilegal,  embrutecimiento mediático, corrupción de dirigentes y degradación moral de las  clases bajas. Se trata de instrumentos que la propia crisis y la combatividad  popular pueden inutilizar, en ese caso el fantasma de la revuelta social puede  convertirse en amenaza real.
      La estrategia  imperial
      Los Estados Unidos  desarrollan una estrategia de reconquista de América Latina aplicándola de  manera sistemática y flexible. El golpe blando en Honduras fue el puntapié  inicial al que le siguió el golpe en Paraguay y un conjunto de acciones  desestabilizadoras, algunas muy agresivas, de variado éxito que fueron  avanzando al ritmo de las urgencias imperiales y del desgaste de los gobiernos  progresistas. En varios casos las agresiones más o menos abiertas o intensas se  combinaron con buenos modales que intentaban vencer sin violencias militar o  económica o sumando dosis menores de las mismas con operaciones domesticadoras.  Donde no funcionaba eficazmente la agresión empezó a ser practicado el ablande  moral, se implementaron paquetes persuasivos de configuración variable  combinando penetración, cooptación, presión, premios y otras formas retorcidas  de ataque psicológico-político.
      El resultado de ese  despliegue complejo es una situación paradojal: mientras los Estados Unidos  retroceden a nivel global en términos económicos y geopolíticos, van  reconquistando paso a paso su patio trasero latinoamericano. La caída de  Argentina ha sido para el Imperio una victoria de gran importancia trabajada  durante mucho tiempo a lo que es necesario agregar tres maniobras decisivas de  su juego regional: el sometimiento de Brasil, el fin del gobierno chavista en  Venezuela y la rendición negociada de la insurgencia colombiana. Cada uno de  estos objetivos tiene un significado especial:
      La victoria  imperialista en Brasil cambiaría dramáticamente el escenario regional y  produciría un impacto negativo de gran envergadura al bloque BRICS afectando a  sus dos enemigos estratégicos globales: China y Rusia. La victoria en Venezuela  no solo le otorgaría el control del 20 % de las reservas petrolíferas del  planeta (la mayor reserva mundial) sino que tendría un efecto dominó sobre  otros gobiernos de la región como los de Bolivia, Ecuador y Nicaragua y  perjudicaría a Cuba sobre la que los Estados Unidos están desplegando una  suerte de abrazo de oso.
      Finalmente la  extinción de la insurgencia colombiana además de despejar el principal  obstáculo al saqueo de ese país le dejaría las manos libres a sus fuerzas  armadas para eventuales intervenciones en Venezuela. Desde el punto de vista  estratégico regional el fin de la guerrilla colombiana sacaría del escenario a  una poderosa fuerza combatiente que podría llegar a operar como un  mega-multiplicador de insurgencias en una región en crisis donde la  generalización de gobiernos mafioso-derechistas agravará la descomposición de  sus sociedades. Se trata tal vez de la mayor amenaza estratégica a la  dominación imperial, de un enorme peligro revolucionario continental, es  precisamente esa dimensión latinoamericana del tema lo que ocultan los medios de  comunicación dominantes.
      Decadencia  sistémica y perspectivas populares
      Más allá de la  curiosa paradoja de un imperio decadente reconquistando su retaguardia  territorial, desde el punto de vista de la coyuntura global, de la decadencia  sistémica del capitalismo, la generalización de gobiernos pro-norteamericanos  en América Latina puede ser interpretada superficialmente como una gran  victoria geopolítica de los Estados Unidos aunque si profundizamos el análisis  e introducimos por ejemplo el tema del agravamiento de la crisis impulsada por  esos gobiernos tenderíamos a interpretar al fenómeno como expresión específica  regional de la decadencia del sistema global.
      El alejamiento del  estorbo progresista puede llegar a generar problemas mayores a la dominación  imperial, si bien las inclusiones sociales y los cambios económicos realizados  por el progresismo fueron insuficientes, embrollados, estuvieron impregnados de  limitaciones burguesas y si su autonomía en materia de política internacional  tuvo una audacia restringida; lo cierto es que su recorrido ha dejado huellas,  experiencias sociales , dignificaciones (suprimidas por la derecha) que serán  muy difícil extirpar y que en consecuencia pueden llegar a convertirse en  aportes significativos a futuros (y no tan lejanos) desbordes populares  radicalizados.
      La ilusión  progresista de humanización del sistema, de realización de reformas “sensatas”  dentro de los marcos institucionales existentes, puede pasar de la decepción  inicial a una reflexión social profunda, crítica de la institucionalidad  mafiosa, de la opresión mediática y de los grupos de negocios parasitarios.  Ello incluye a la farsa democrática que los legitima. En ese caso la molestia  progresista podría convertirse tarde o temprano en huracán revolucionario no porque  el progresismo como tal evolucione hacia la radicalidad anti-sistema sino  porque emergería una cultura popular superadora, desarrollada en la pelea  contra regímenes condenados a degradarse cada vez más.
      En ese sentido  podríamos entender uno de los significados de la revolución cubana, que luego  se extendió como ola anticapitalista en América Latina, como superación crítica  de los reformismos nacionalistas democratizantes fracasados (como el varguismo  en Brasil, el nacionalismo revolucionario en Bolivia, el primer peronismo en  Argentina o el gobierno de Jacobo Arbenz en Guatemala). La memoria popular no  puede ser extirpada, puede llegar a hundirse en una suerte de clandestinidad  cultural, en una latencia subterránea digerida misteriosamente, pensada por los  de abajo, subestimada por los de arriba, para reaparecer como presente, cuando  las circunstancias lo requieran, renovada, implacable.
      - Jorge Beinstein  es economista argentino, docente de la Universidad de Buenos Aires.
jorgebeinstein@gmail.com
      URL de este  artículo: http://www.alainet.org/es/articulo/176210
      [1]          Si consideramos el último lustro  (2010-2014) el crecimiento promedio real de la economía de Japón ha sido del  orden del 1,5 %, la de Estados Unidos 2,2 % y la de Alemania 2 % (Fuente: Banco  Mundial).
      [2]    Un buen ejemplo es el de la “importación”  de fármacos donde empresas multinacionales como Pfizer, Merck y P&G hacen  fabulosos negocios ilegales ante un gobierno “socialista” que les suministra  dólares a precios preferenciales. Con un juego de sobrefacturaciones,  sobreprecios e importaciones inexistentes las empresas farmacéuticas habían  importado en 2003 unas 222 mil toneladas de productos por los que pagaron 434  millones de dólares (unos 2 mil dólares por tonelada), en 2010 las importaciones  bajaron a 56 mil toneladas y se pagaron 3410 millones de dólares (60 mil  dólares la tonelada) y en 2014 las importaciones descendieron aún más a 28 mil  toneladas y se pagaron 2400 millones de dólares (un poco menos de 87 mil  dólares la tonelada). Como bien lo señala Manuel Sutherland de cuyo estudio  extraigo esa información: “lejos de plantearse la creación de una gran empresa  estatal de producción de fármacos, el gobierno prefiere darles divisas  preferenciales a importadores fraudulentos, o confiar en burócratas que  realizan importaciones bajo la mayor opacidad”. Manuel Sutherland, “2016: La  peor de las crisis económicas, causas, medidas y crónica de una ruina  anunciada”, CIFO, Caracas 2016.
       [3]    Ignazio Silone, “L'École des dictateurs”,  Collection Du monde entier, Gallimard, París 1964.