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Energía sustentable para todos

 

 

Bajo el modelo neoliberal que nos gobierna desde hace más de 30 años, el territorio es considerado, en todos los ámbitos, como una plataforma física para las inversiones privadas. Despojado de su cultura, de su historia, de su vida natural, el territorio adquiere el valor de los negocios (energético, agroindustrial, inmobiliario, minero, etc.) y de la infraestructura que puedan instalarse en él, de tal manera que se optimice su aprovechamiento en términos de la explotación de sus recursos naturales, las operacionales industriales y el acceso a los mercados, según las condiciones geográficas, climáticas y toda la intervención previa.
En el sector energético, una cuenca hídrica podrá tomar el valor del negocio -gigantesco negocio- a partir de su inundación para generar electricidad; un valle podrá valer según las ganancias de una planta termoeléctrica o de los monocultivos de agrocombustibles que pueda alojar; y una isla, de acuerdo al yacimiento de carbón que guarde en el subsuelo.
Las comunidades que habitan un territorio ya no son comunidades, sino grupos de individuos que serán eventualmente “útiles” en la medida que sirvan de mano de obra barata o presten servicios a los negocios principales. De lo contrario, lo mejor será que se vayan “voluntariamente” a otra zona, como los márgenes de una ciudad, sin importar los vínculos culturales, históricos o productivos que mantengan con SU tierra.
La biodiversidad con suerte tendrá valor en la medida en que su conservación pueda constituirse, en sí misma o por venta de imagen, también en un negocio.
Soy de los que creen que el ambientalismo tiene una función política muy relevante, tanto en la coyuntura como en la creación de nuevos paradigmas de sociedad, pero, lejos de constituir una tendencia o doctrina política, reúne y reunirá siempre a personas con muy diversas posiciones, incluyendo renovadas expresiones de las tradicionales derechas (capitalismo verde) e izquierdas (ecosocialismo). Y es bueno que estas diferencias se expliciten y se internalicen en los proyectos políticos nacionales. Pero esto es tema para una próxima columna.
El caso es que muchos ambientalistas, incluso entre los que no profesan la religión del mercado y el crecimiento, quizás con el ánimo de hablar en el lenguaje del adversario y con la pretensión de ganarle en sus propios términos, suelen caer también en estas concepciones neoliberales.
En el marco de la campaña contra Hidroaysén, por ejemplo, han sido dominantes las posiciones que han buscado demostrar que con fuentes de energía renovables no convencionales es posible generar la energía necesaria para satisfacer la demanda proyectada en base al crecimiento de una actividad económica insustentable, concentrada en la megaexplotación de recursos naturales y el megaconsumo de los más ricos.
Reafirmando esto, en un reciente video de la campaña, una magnífica Vanessa Miller menciona que en el desierto de Atacama es posible generar tanta energía solar como para exportar a otros países, alegando un potencial “liderazgo mundial en energías renovables”.
¿Liderazgo mundial? ¿Para qué competir internacionalmente? ¿No es suficiente con satisfacer las necesidades de la población local? ¿Cuál es la necesidad y las consecuencias ambientales y sociales de tomar la energía solar del desierto y transportarla a otros países? ¿Quiénes -corporaciones, comunidades o ecosistemas- se beneficiarían y quiénes -corporaciones, comunidades o ecosistemas- se verían afectados con este gran negocio?
¿Qué tal si, enfrentados según las preguntas del anterior párrafo, Hidroaysén resultara menos insustentable que el aprovechamiento solar del desierto de Atacama?
No es nuestra intención, por cierto, aceptar ni menos resolver este falso dilema, como los tantos que nos suele imponer el modelo (¿cómo generar la energía para sustentar la insustentabilidad?).
Por el contrario, hace rato que es hora de abandonar y combatir el lenguaje neoliberal, no sólo porque no sea el nuestro, sino porque es falso y perverso, porque fue impuesto primero por la dictadura de las armas y se ha mantenido por la dictadura del mercado y la codicia. Y ese lenguaje, con sus falsas verdades y sus medios, es hoy la principal arma para perpetuar las injusticias del sistema.
Ya no más.
Nosotros hablamos y hablaremos con nuestro lenguaje, no sólo porque sea nuestro, sino porque es genuino, simple y certero, porque no se lo imponemos a nadie, porque nace de la solidaridad, del amor a la naturaleza y de la incesante búsqueda de la verdad, de alguna verdad.
Así como decimos que minerales y combustibles fósiles deben quedarse bajo tierra si su extracción no es necesaria para lograr el bienestar y la felicidad de la población y causa una destrucción irreparable en comunidades y ecosistemas, decimos también que la Patagonia no puede ser inundada para generar una energía innecesaria y destructiva, como la de nuevas termoeléctricas, la de eventuales centrales nucleares o la de la megageneración solar en el desierto de Atacama, eólica en Chiloé o geotérmica en territorios indígenas.
Hablamos y hablaremos de un sistema energético que responda a las necesidades reales de la población, no a los intereses de los grupos económicos y las corporaciones multinacionales.
Hablamos de sistemas de generación distribuida (la generación próxima al consumo) como modelo para el desarrollo energético futuro, y hablamos de la energía comunitaria como concepto socio-político para tomar decisiones, administrar y distribuir los beneficios del sistema.
Hablamos de justicia social y ambiental en el territorio, concebido como el espacio para convivir -no competir- en armonía con la naturaleza.

Por Eduardo Giesen
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