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La desnaturalización del ser humano

 

Ya nadie puede poner en duda que la guerra es la desnaturalización del ser humano. Es el triunfo de la sinrazón sobre el edificio endeble de la razón ilustrada, de la civilización y de la inteligencia. Si es  cierto lo que algunos dicen que” la guerra es la prolongación de la política por otros medios  pero sin dejar de ser parte de ella”, repitiendo a Karl Von Clausewitz,  habría que agregar que también es la prolongación de los miedos que lo único que genera es el envilecimiento de “lo humano” y la entronización de poderes cuyo interés más importante es aniquilar al otro: ya que eso es… derrotarlo. En una guerra se trata de causar al enemigo el mayor número de bajas -para decirlo con ternura ya que en verdad se trata del mayor número de muertos- hasta desmoralizarlo y destruirlo.

La humillación debe ser sentida a fondo por los perdedores. Así ocurrió ejemplarmente en la Gran Guerra, cuyo Tratado de Paz (en particular el de  Versalles) no fue sino la declaración ralentizada de otra conflagración que, como es fama, hasta ahora es la peor- la más feroz- de la historia, con generación de genocidios, destrucción de ciudades, millones de civiles muertos y un holocausto nuclear.

Se han cumplido 70 años de la terminación de esa guerra y se vuelven a conmemorar con las mentiras habituales la derrota del nazismo, la caída estrepitosa del Tercer Reich y sus adláteres.

El 7 de mayo de 1945 el general alemán Alfred Jodl firmó el Acta de Rendición Incondicional  ante los aliados de todas las fuerzas alemanas en el Cuartel de la SHAEF en Reims- Francia y el 8 de Mayo cesaron todas la operaciones activas. Complementariamente, ese mismo 8 de Mayo el mariscal alemán Wilhem Keitel, en la sede de la URSS de Karlshorst- Berlín, firmó la rendición incondicional de la Wehrmacht que era el formidable contingente de las tres fuerzas armadas alemanas unificadas constituído por el Ejército, la marina y la fuerza aérea (Luftwaffe ) y hay que agregar la S.S. la temible organización paramilitar del Partido Nazi que de facto se convirtió en la cuarta rama.  

Pero Hitler, en rigor comienza su declive desde 1941 cuando fracasa su proyectada y publicitada  invasión a la Unión Soviética. Sobre Stalingrado, por ejemplo, se desplegaron 1.200 aviones alemanes bien artillados y cuantiosamente apertrechados que la bombardearon para borrarla materialmente, pero no pudieron destruir o siquiera disminuir el coraje de sus habitantes. En esta ciudad del Volga comenzó el principio del fin del Führer y de sus tropelías insanas. El Ejército Rojo Soviético que inició desde allí su contraofensiva por todo el Este se encargó de hacer retroceder el despliegue alemán, obligándolo llegar a Alemania y en el transcurso volver papilla al orgulloso Reich. Stalin fué quien derrotó a Hitler y no fueron, como siempre se cuenta, las democracias aliadas.

La gran mortandad rusa, más de 20 millones de muertos, es la cuota que pagaron los soviéticos para conseguir una victoria sobre el imperio que se había propuesto “la limpieza e higienización étnica e ideológica de Europa”, según su estupidez y locura. El desembarco en Normandía fue posible gracias a la avanzada de los rojos soviéticos. Claro que en el  reparto posterior del mundo, en la Conferencia de Yalta, los aliados tuvieron que cederle a Stalin, el imperturbable jefe estepario, la mitad de Europa.

De otra parte, los aliados, en particular EE.UU. e Inglaterra, salieron indemnes, sin juicios frente a la devastación causada.  Sus métodos de destrucción fueron implacables sobre ciudades que prácticamente fueron borradas del mapa con la muerte masiva de miles de civiles muertos, principalmente alemanes, y nunca se sometieron a algún tribunal o han expresado su pesar. ¿Quién iba a pedir cuentas a los vencedores? ¿A quién le iba a importar si sobre Dresden se arrojaba napalm y fósforo y se mataba a miles de habitantes? Los horrores de la devastación de 131 ciudades y pueblos alemanes bombardeados por la RAF, Royal Air Force británica, y por los aviones gringos es un asunto que hasta los propios germanos intentan borrar de su memoria, quizás como parte de una culpa o como un mecanismo de defensa.

Después, en la post guerra, llegó  el negocio norteamericano de la reconstrucción, que ha demostrado la guerra como generadora de plusvalías y ganancias para banqueros, especuladores de bolsas y las transnacionales.

La lógica de la guerra es la destrucción de los otros a cómo dé lugar. Es un escenario que se encuentra descrito en un libro de W. G. Sebald sobre la historia natural de la destrucción, donde está el caso del brigadier norteamericano Frederick L. Anderson a quien  un reportero le pregunta, cuando ya han pasado varios años de la terminación de la guerra, si se hubieran izado a tiempo sábanas blancas en algunas torres, hubiera evitado la destrucción de  una ciudad, y el militar responde: “las bombas son mercancías costosas, no se les suele lanzar sobre nada en las montañas o en campos abiertos, después de todo el trabajo que ha costado fabricarlas”. Así, entonces esos artefactos caros hay que lanzarlos sobre la gente. Indiscriminadamente, no sólo sobre objetivos militares, “los liberadores”  hacen llover fuego celestial. Así sigue ocurriendo. También tras el genocidio la soldadesca violó y sigue violando mujeres de los vencidos. Son siempre parte del botín.

Hoy, tras 70 años de haber caído el telón de esa llamada segunda guerra, un nuevo orden internacional ahora sólidamente basado en “el capitalismo salvaje” y en la secuela de la degradación de lo que alguna vez se llamó civilización sigue pulverizando al hombre. Y entretanto la estupidez global del rebaño continúa impuesta por los ganadores para hacer creer que ellos, en todos los terrenos, siempre tienen la razón.  Allí está ¡vigilante!... la justicia con su estatua ciega.

Hace 70 años se produjo la rendición incondicional del imperio que quiso doblegar el mundo bajo el dominio de una tutelada raza superior, era el odio desparramado sobre kilómetros para imponer un nuevo código racial, una demencia colectiva sin asideros. Fue toda la pompa discursiva de un vitalismo sin tregua, de un nacionalismo sagrado y de una sangre divina predestinada a establecer un nuevo orden autoproclamado de ese merecimiento… y  comenzó a ahogarse en Stalingrado que sí se erigió en mítico y heroico, y que empujó el repliegue de los predestinados a sus búnkeres y a las paredes de sus cervecerías, desde donde habían planeado su estela de sangre sobre Europa.

Las ruinas y los campos de exterminio que hoy brillan ante el  turismo, y la cifra incomprensible de millones de muertos están ahí, y las palabras siguen nulas para describir esos horrores, ningún lirismo irreverente superará el humo que lanzaban las chimeneas de esos mataderos humanos terribles. “LO SUBLIME ES LO TERRIBLE CONTEMPLADO DESDE UN LUGAR SEGURO” escribió con amargura, el viejo Kant crítico de La Razón Pura.

Oscar Núñez Bravo.

 

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